La poca luz que dejaban atravesar las espesas nubes de Eredia lograba llegar débilmente a sus habitantes. La lluvia no cesaba de caer amablemente desde hacía más de dos semanas. La humedad del habiente era palpable en todo ya fuese madera o roca, vidrio o metal. Pronto la capital de los éredos, Dud, quedaría sumida en la oscuridad más fuerte alumbrada únicamente por los farolillos y hogueras, que empezaban a doblar su energía.
En el centro de la ciudad, en la
única taberna de todos los mundos en la que solamente sirven té, dos humeantes
infusiones esperaban pacientes una enfrente de otra sobre una mesa de madera de
duj. Sus dueños hablaban incansables sin percatar en ellas.
— ¿No te das cuenta de que si
dedicas tu vida enteramente al arte de la guerra jamás llegarás a ser parte del
consejo?
— El consejo ahora no está dentro
de mis planes, Sen. Mi objetivo es ser campeón de lanza de toda Eredia. Ya
sabes que la lanza no es sólo un arma letal, sino también es el arte d…
— Ya, ya… —interrumpió Sen— el
arte del combate. Me lo has dicho mil veces. Te entiendo, Zan. Pero mira tu
fular, y fíjate en los del resto de tu edad. Te estás quedando atascado. Puede
que tengas las inscripciones del campo de la batalla, y la especialización en
lanza. Pero en cuanto a otros temas, nadie recurrirá a ti.
— ¿Y a quién acudirán para saber
sobre la lanza y la guerra? Los señores del Consejo, nunca llegarán a ser
maestros del arte del combate. Alguien tiene que ocupar ese lugar.
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