Justo en ese momento abrió los ojos. El sol se había
ido hacía ya mucho tiempo, y la noche sin luna había llegado. Era la noche más
oscura que podía recordar, tan oscura que incluso hasta la misma oscuridad
tenía miedo de sí misma. La madera se quejaba en susurros del fuerte viento
otoñal, logrando que éste, como hermano mayor que hace rabiar a su hermana
pequeña, tuviera más ganas de seguir molestando. En el jardín los árboles
cantaban una melodía ensayada a lo largo de los siglos y eterna como la vida misma.
De repente, todo se calmó: el viento, la madera y el
cantar de los árboles. Si el silencio pudiera hablar, en ese momento gritaría
de alegría, ya que todo, absolutamente todo, contenía la respiración.
El destino jugó una carta, haciendo que un relámpago
iluminara la escena, logrando que la oscuridad se escondiera por un segundo
atemorizada por tal ataque hacia su persona. Aparecieron sombras grotescas en
paredes, suelo y techo. La madera se quedó quieta y asustada por tal despliegue
de energía, y después… volvió la oscuridad. El silencio, triunfante seguía
presente, feliz por su reciente victoria, aunque lo que no sabía, es que en
pocos segundos, su alegría sería arrebatada por el trueno.
Y así, en medio de una celebración silenciosa, llegó
el estruendo que hizo que toda la calma recogida por el silencio se rompiera en
mil pedazos, haciendo temblar a la madera y, por qué no, a la oscuridad
también.
Cuando la terrible sacudida terminó, los árboles
comenzaron a cantar de nuevo y la oscuridad volvió a hacer acto de presencia.
El viento volvió a molestar a la madera y la oscuridad volvió a su largo
letargo. Todo parecía volver a su sitio cuando una luz parpadeante iluminó
vagamente la habitación, entrando por lo que un día fue una ventana de cristal,
ahora ahogada por la vegetación y desgastada por el tiempo.
Una elegante figura se incorporó y fijó sus grandes
ojos en el origen de semejante misterio. Notó en sus huesos como la atmósfera
cambiaba, cómo la oscuridad, derrotada y cansada por tanto ataque hacia su
labor se marchaba discretamente para ir a otro lugar en el que podría trabajar
sin interrupciones. La madera se quejó fuertemente cuando la figura empezó a
acercarse a la ventana.
Lo curioso es que cuando nuestro protagonista
alcanzó a ver el misterioso origen de aquella fuente de luz, toda la
estancia volvió a tensarse y a contener
la respiración. Aquello que se reflejó en sus grandes ojos fue algo extraño,
algo que no era común en el mundo de los humanos, y menos en el de los
animales. Decidió investigar, armándose de valor.
Descendió hasta el límite del bosque y con el sigilo
propio de los felinos, se adentró hacia la luz. Cuando estaba lo
suficientemente cerca de su objetivo comenzó a rodearlo, intentando averiguar
lo que era. Pero la luz era tal que no lograba ver nada, sólo una pequeña
esfera tan luminosa como el mismo sol en miniatura. Paciente, se ocultó en unos
matorrales y decidió esperar hasta que el sol volviera a aparecer, o hasta que
la energía de aquella extraña bola se apagase.
Pasaron las horas y poco a poco la luz del pequeño
sol se fue debilitando. Llego un momento en que nuestro protagonista pudo
distinguir una pequeña forma… aunque todavía no lograba adivinar su naturaleza.
Notó un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo, haciendo
que su pelaje se bufara. En ese preciso momento la luz del pequeño sol se
apagó. Las orejas de nuestro protagonista se concentraron atentas a cualquier sonido
procedente de aquella dirección. Dejó pasar unos pocos minutos más, y tras ver
que nada ocurría, que nada se movía ni hacía amago de levantarse, comenzó su
marcha. Poco a poco, sus patas le guiaron hasta ahí, y cuando llegó… no había
nada. Ni un rastro, ni un olor, ni una hoja quemada… nada.
Decepcionado, se quedó mirando el lugar donde creía
que encontraría… lo que creía que encontraría. De pronto algo le golpeó la
cabeza. Asustado corrió hacia su escondite durante esas últimas horas. Sus
orejas miraban en todas direcciones buscando a su agresor, hasta que otra vez,
volvió a surgir una débil luz, aunque en esta ocasión, ésta se movía
rápidamente entre troncos y ramas, llenando de sombras el bosque. Nuestro
protagonista seguía agazapado entre las hojas, esperando no ser descubierto por
aquella extraña luz, que inevitablemente le iluminó, descubriendo así su escondrijo.
Él, que no podía moverse debido al extraño encanto de su atacante, se quedó
anclado en la tierra fascinado por si belleza mientas ella se acercaba despacio
hacia él. La luz se fue apagando, hasta brillar lo suficiente como para que los
ojos de nuestro protagonista pudieran adaptarse a tal resplandor y alcanzaran a
adivinar, por fin, la forma de su extraño visitante.
Como un humano en miniatura, la criatura flotaba
sobre las hojas caídas del otoño. No superaba en altura a nuestro querido
protagonista, un elegante gato negro como la noche y de ojos claros como la
luna. Se acercó lo suficiente y le acarició el hocico desplegando unas halas
más transparentes que el agua y logrando aumentar su tamaño considerablemente.
Miró directamente a los grandes ojos que le observaban fascinados y aterrados,
y entonces, todo se paró.
Con una simple mirada, la criatura, una criatura caída
de los cielos, le contó que debía cumplir una misión, allí en su hogar, la cual
consistía en proteger los bosques de los humanos que los destruyen por egoísmo.
Ella, una criatura nacida entre las estrellas de la noche más oscura, y con
suficiente luz como para brillar igual un sol, dispuesta a cuidar de todo un
bosque y protegerlo con su magia.
Al terminar, la criatura se separó, y dirigiéndose
hacia el corazón del bosque dispuesta a cuidar de aquello que se le había
encargado, dejó otra vez en la más oscura de las noches al bosque y al gato
negro… una oscuridad tan negra, como la que precede al amanecer más claro.